Lo único que puedo decir es que aquella tarde, sentada en la escalera de la funeraria de Calzada y K, todo me pareció absurdo. Adentro, unas vidas rotas. Afuera, a unos pasos de allí, la Oficina de Intereses de los Estados Unidos con sus enormes colas para la visa. Y por todas partes La Habana de 1993, el año cero. La noche sería el aquelarre, aunque yo ya no estaría. Yo estaba simplemente en el momento en que el sol me cegaba y, por supuesto, no tenía gafas para protegerme, ni del sol, ni de la mirada aterrada de mi alumna, ni de los rostros esperanzados de la cola, ni de lo ridícula que me parecía la historia del documento de Meucci.
Nosotros estábamos buscando un papel que alguien había visto. Un papelito, casi nada, un papelito en el que todos habíamos puesto nuestras esperanzas. ¿Te das cuenta? Vivíamos en un país que se movía en cámara lenta y, a veces, en blanco y negro, donde lo único que no costaba miles de fatigas era sonreír, hacer el amor y soñar. Por eso en este país sonreímos, hacemos el amor y soñamos todo el tiempo. Con cualquier cosa soñamos. Y ya sé que no tiene tanta importancia saber quién inventó el teléfono, ni tener un papel que lo demuestre, pero dame una situación de crisis y te diré de qué ilusión vas a agarrarte. Eso era el documento de Meucci: pura ilusión. Nuestra vida giraba en torno a él, porque no había nada más, era el año cero. La nada. Sonreír, hacer el amor, soñar. Y reproducir, como fractales, lo peor de nosotros mismos.