y se dispuso a lanzarse sobre Terry.
Pero cuando estaba a punto de hacerlo alguien gritó en voz muy alta y divertida: —¡Eh!
El grito mostraba el tono jovial de alguien que había reconocido súbitamente a un querido amigo. El borracho, sorprendido, se dio la vuelta y vio a un diminuto japonés de unos setenta años ataviado con un kimono que permanecía sentado. El anciano sonrió con alegría al borracho y le saludó con un leve movimiento de la mano y un animoso: —¡Venga aquí!
El borracho se acercó dando zancadas a él preguntando, con un agresivo: —¿Y por qué diablos debería hablar contigo? Mientras tanto, Terry estaba dispuesto a reducir al borracho apenas hiciera el menor movimiento violento.
—¿Qué has estado bebiendo? —preguntó el anciano con sus ojos chispeantes.
—He bebido sake y ése no es asunto tuyo —vociferó el borracho.
—¡Oh, muy bien, muy bien! —replicó el anciano— ¿Sabes? A mí también me gusta el sake. Cada noche, mi esposa y yo (ella tiene setenta y seis años) nos bebemos una botella pequeña de sake en el jardín, donde nos sentamos en un viejo banco de madera… Y luego siguió hablando de un caqui que había en su jardín y de las excelencias de beber sake en mitad de la noche.
A medida que iba escuchando al anciano, el rostro del borracho comenzó a dulcificarse y sus puños se relajaron: —Sí… a mí también me gusta el caqui… —dijo con la voz apagada.
—Sí —replicó el anciano enérgicamente—. Y estoy seguro de que tienes una esposa maravillosa.
—¡No! —respondió el obrero—. Mi esposa murió… Y entonces, sollozando, se lanzó a contar el triste relato de la pérdida de su esposa, de su hogar y de su trabajo, y se mostró avergonzado de sí mismo.
Cuando el metro llegó a su parada y Terry estaba saliendo del vagón alcanzó a escuchar cómo el anciano invitaba al borracho a ir a su casa para contarle más detalladamente todo aquello y aún pudo vislumbrar cómo se arrellanaba en el asiento y apoyaba su cabeza en el regazo del anciano.
Esto es resplandor emocional.