No hay un decálogo del buen cronista, pero, si lo hubiera, diría que es alguien que entra en iglesias y mezquitas, en bares y en cementerios, en clubes y en las casas, que habla poco, que escucha mucho, que lo mira todo –carteles y colegios, la gente por la calle, los perros, el clima y las comidas– y que, después de mirar, hace que eso signifique: que descubre, en aquello que miraron tantos, una cosa nueva; que cuenta Nueva York –París o Tokio– como si fueran terra incognita.