—Escucha. Y la muchacha, terminando contigo y obedeciendo las instrucciones del señor cura fulano o mengano, se porta como una buena católica. Es lo que te digo. Toda la vida del buen católico, sus pensamientos, sus ideas, sus sentimientos, sus palabras, el manejo de sus días y de sus noches, sus relaciones de familia y de vecindad, los platos de comidas, su vestuario y sus diversiones…, todo esto está regulado por la autoridad eclesiástica, ya sea abad, obispo o canónigo, aprobado o censurado por el confesor, recomendado y ordenado por el director espiritual. La buena católica, como tu pequeña, no es dueña de sí misma, no tiene razón, ni voluntad, ni albedrío, ni sentir propio. Su cura piensa, quiere, decide, siente por ella. Su único trabajo en este mundo, que es al mismo tiempo su único derecho y su única obligación, es aceptar esa dirección, aceptarla y no discutirla, obedecerla, vaya por donde vaya. Si esa dirección se opone a sus ideas, debe pensar que sus ideas propias son erradas. Si hiere sus inclinaciones, debe pensar que sus inclinaciones no son buenas. Así que, si el cura le dijo a la pequeña que no debía casarse, ni siquiera hablar contigo, la criatura prueba, obedeciéndolo, que es una buena católica, una devota consecuente y que sigue en la vida, lógicamente, la regla moral que ha elegido. Así son las cosas, y perdona el discurso.