En Elogio de la fragilidad, Gustavo Martín Garzo reúne textos breves en los que nos habla de las obras y los creadores que le han fascinado y en los que reivindica la necesidad del arte en nuestra vida. Se habla en estos textos de la lectura como acto de creación, tal vez el más íntimo e imprevisible que existe. No se lee esperando obtener una respuesta a la pregunta de quiénes somos, sino para ver qué nos pasa, en qué nos transformamos. La pregunta que el lector le hace al libro es la pregunta de la ratita del cuento: "¿Qué me harás por las noches?" Leer un libro es caer, como Alicia, por el hueco de un árbol y aprender a amar las preguntas, antes de estar en disposición de contestarlas. Conformarse con “la mitad del conocimiento”. Sólo quien lo hace, y no busca una explicación inmediata a lo que le sucede, puede sentarse a tomar el té con el Sombrerero y la Liebre de Marzo sin que le importe en exceso no entender gran cosa de lo que oye. Leer es descubrir, como se dice en El gran Gatsby, que «la roca del mundo está sólidamente asentada sobre las alas de un hada”. Eso son los libros, algo parecido a las moradas de la mística, a los castillos flotantes de las novelas de caballerías o a los bosques en que se refugian los amantes en las leyendas medievales. Un puente entre el mundo del sueño y las cosas reales. El árbol de cuyos frutos se atrevieron a comer nuestros primeros padres, era un árbol de palabras. Y el lector no es sino ese «barón rampante” que, viviendo entre sus hojas, se alimenta de sus frutos intangibles.