A Freud, al parecer, no le gustaba el teléfono, a él que le gustaba, sin embargo, escuchar. ¿Tal vez sentía, preveía, que el teléfono es siempre una cacofonía, y que lo que deja pasar es la mala voz, la falsa comunicación? A través del teléfono, sin duda, se intenta negar la separación –como el niño que al temer perder a su madre juega a manipular sin descanso un cordel–; pero el cable del teléfono no es un buen objeto transicional, no es un cordel inerte; está cargado de un sentido, que no es el de la unión, sino el de la distancia: voz amada, fatigada, escuchada por teléfono: es el fading en toda su angustia. En primer lugar esta voz, cuando me llega, cuando está ahí, cuando se mantiene (a duras penas), no la reconozco jamás enseguida; se diría que sale de debajo de una máscara (así, se dice, las máscaras de la tragedia griega tenían una función mágica: dar a la voz un origen ctónico, deformarla, descentrarla, hacerla venir del más allá subterráneo). Además, el otro está ahí siempre en instancia de partida; se va dos veces, mediante su voz y mediante su silencio: ¿a quién hablar? Nos callamos juntos: acumulación de dos vacíos. Te voy a dejar, dice cada segundo la voz del teléfono.