Su padre, por ejemplo, Joseph Walker, de cincuenta y cuatro años, más conocido como Bud, es dueño del supermercado Shop-Rite, que él dirige personalmente en la calle principal de la ciudad. Su madre, Marjorie, alias Marge, tiene cuarenta y seis y ha traído tres hijos al mundo: a su hermana, Gwyn, en noviembre del cuarenta y cinco; a usted, en marzo del cuarenta y siete; y a su hermano, Andrew, en julio de mil novecientos cincuenta. Una historia trágica. El pequeño Andy se ahogó cuando tenía siete años, y me duele pensar en lo insoportable que aquel dolor debió resultar para todos ustedes. Yo tenía una hermana que murió de cáncer más o menos a esa edad, y sé lo terrible que una muerte así es para la familia. Su padre ha afrontado el sufrimiento trabajando catorce horas diarias, seis días a la semana, mientras que su madre se ha vuelto retraída, combatiendo el azote de la depresión con fuertes dosis de fármacos y sesiones con un psicoterapeuta dos veces por semana. El milagro, en mi opinión, consiste en lo bien que han resistido ustedes dos frente a tal calamidad. Gwyn es una chica guapa e inteligente que estudia el último año de carrera en Vassar, y piensa empezar el doctorado en literatura inglesa aquí mismo, en Columbia, este otoño. Y usted, mi joven e intelectual amigo, mi escritor en ciernes y traductor de desconocidos poetas medievales, resulta que ha sido un destacado jugador de béisbol en el instituto, capitán suplente del equipo, nada menos. Mens sana in corpore sano. Más aún, aseguran mis fuentes que es usted una persona de gran integridad moral, un ejemplo de moderación y buen juicio que, a diferencia de la mayoría de sus compañeros de clase, no se interesa por las drogas. Por el alcohol, sí, pero nada de drogas; ni siquiera la ocasional calada de marihuana. ¿Quiere decirme por qué, señor Walker? Con toda la propaganda que hoy circula por todas partes sobre las propiedades liberadoras de narcóticos y alucinógenos, ¿por qué no ha sucumbido a la tentación de buscar nuevas y estimulantes experiencias?