Mala letra

La chica espantó el recuerdo. Después de todo, pensó, allí ya no había ranas desde hacía tiempo.

Lo primero que debe aprender una niña a cierta edad –y yo ya había cumplido diez años– es a callarse.

ella no paraba de hablarme mal de él, como en realidad hacía de todo el mundo, hablaba siempre mal de todo el mundo, pero especialmente de él

maldita capacidad de ver siempre las cosas desde el ángulo podrido

era así como había que entrar en aquel santuario –pues era un santuario–: con la cabeza reclinada y el corazón dispuesto a reconocer el sufrimiento que flotaba alrededor y a admirar la capacidad para afrontarlo.

Sin nosotros saberlo, el espanto anidaba allí mismo, justo en la alteración de la rutina.

le escribía –a él, como a tantos otros– cartas de amor arrebatadas que luego destruía, porque el placer estaba sólo en el hecho de escribirlas, en la libre salida de la mala letra de mi lápiz cogido libremente.

Cuánto me gustaría decírselo, sin duda, aunque después de todo ese deseo no es más que la demostración de que aún sigue viviendo en mí una parte de la niña que fui, acobardada e impotente en aquellos instantes

Aquella noche hubo otra novedad, una expresión más larga, una frase completa, frase-piedra, la que yo no esperaba y la que sí fue dicha, y que esta vez, pillada sin defensa, me hirió durante mucho tiempo, y bien dentro, y bien hondo, incluso hasta cuando más adelante pude comprenderlo

vino otra retahíla de esas palabras-piedra que a mis quince años ya me había acostumbrado a escuchar y que resbalaban por mis oídos, mis brazos y mis piernas sin ni siquiera sorprenderme.