A los veintidós años, después de apenas cuatro de matrimonio, con la muerte de su marido también había muerto el mundo para ella. Ahora tenía treinta y cinco años y todavía vestía de negro, como el primer día de la desgracia; un pañuelo de seda negra escondía su hermoso pelo castaño, descuidado, apenas peinado en dos secciones y recogido tras la nuca. Sin embargo, una serenidad triste y dulce sonreía en su rostro pálido y delicado.
Nadie se sorprendía por esta clausura en aquel pueblo del interior de Sicilia, donde las rígidas costumbres por poco no imponían a la esposa que siguiera a la tumba a su marido. Las viudas tenían que permanecer encerradas así, en perpetuo luto, hasta la muerte.