Marciano debe hacer un esfuerzo titánico para darse vuelta. Quiere sacar la cara del barro y ponerla más cerca del aire fresco del amanecer a ver si así consigue meter un poco de ese aire, nuevo, recién nacido, adentro suyo. El tiempo es oro, dicen; pero el que le queda ni eso, su tiempo son las últimas monedas en el fondo de un bolsillo.
Vamos, chamigo, vamos, piensa.
Se acuerda de su padre, como si lo viera, alentando al Dago, el galgo campeón, en las carreras de perros. Marciano no tenía más de cuatro años y Miranda lo llevaba con él a todas partes: a los bares, a las partidas de mus y a las carreras de galgos, pese a las protestas de la madre.
—Déjamelo acá al nene, andate vos solo, Miranda, dejá a la criatura tranquila