De repente, de un momento para otro, me di cuenta de que ya no estaba llorando. De hecho, había dejado de llorar en mitad de un sollozo. Me había quedado totalmente vacía de sufrimiento, como si me lo hubieran aspirado. Levanté la frente del suelo y me quedé ahí sentada, sorprendida y casi esperando encontrarme ante el Gran Ser que se había llevado mis lágrimas. Pero no había nadie. Estaba yo sola. Aunque no estaba sola del todo. Me rodeaba algo que sólo puedo describir como una bolsa de silencio, un silencio tan extraordinario que no me atrevía a soltar aire por la boca, no fuera a asustarlo. Estaba completamente invadida por la quietud. Creo que en mi vida había sentido semejante quietud.