J.D.Salinger

Estoy extraña, estropearé todo el fin de semana. Quizá haya un escotillón bajo mi silla y me limite a desaparecer.

—No, me refiero a que has estado hablando durante media hora como si fueras la única persona del mundo dotada de algún maldito sentido, de alguna capacidad crítica.

Estoy harta de que todo el mundo quiera llegar a alguna parte, hacer algo diferente, ser alguien interesante. Es repulsivo… lo es, lo es. No me importa lo que digan los demás.

De cerca, ya sea de cara o de perfil, era extremadamente guapo, incluso de un modo espectacular.

Pero lo indestructible, y ya sugerido rotundamente como una clase de placer eterno, era un auténtico esprit superpuesto a todo su rostro; en especial a los ojos, donde era con frecuencia tan cautivador como una careta de Arlequín, y, en ocasiones, mucho más deslumbrante.

Ahora D. B. está en Hollywood prostituyéndose.

Era el último del año y había que suicidarse o poco menos si no ganaba el equipo del colegio.

Por una parte, porque fumo como una chimenea, o, mejor dicho, fumaba, porque me obligaron a dejarlo.

y en parte porque a veces hablo y actúo como si fuera más joven de lo que soy.

—«Estimado señor Spencer» —leyó en voz alta—. «Esto es todo lo que sé sobre los egipcios. La verdad es que no he logrado interesarme mucho por ellos aunque sus clases han sido muy interesantes. No le importe suspenderme porque de todos modos van a catearme en todo menos en lengua. Respetuosamente, Holden Caulfield».