Daniela Catrileo

Cualquiera era un peso muerto. Un bulto esperando despegar del barro donde nos hundíamos, mientras este se secaba. ¿Han visto cómo brota la maleza de la tierra seca? Ínfimas flores de pétalos más frágiles aún. Peso mosca, alita de insecto, nervadura de clase obrera. Flaites, indias, pungas. Sin embargo, ahí tienen un verdor exhumado de la corteza terrenal de lo que llamaremos barro.

Era común morir de esa manera absurda por alguna carga de acero y plomo que accidentalmente te daba en la cabeza un día cualquiera. A una hora cualquiera. Así de sencillo

Solo los antiguos aún creían en los días de clemencia, pues al menos ellos la habían conocido.

Rápidamente el departamento fue ocupado por nuevos habitantes: un grupo de haitianos recién llegados, dispuestos a levantar la ceniza para la vieja nueva vida

Los únicos migrantes que no tuvieron miedo de venir a vivir a este último lugar, una zona de guerra miserable en comparación a sus huidas

eso estaban todos felices de ocupar un espacio que se había transformado en tierra de nadie. De algún modo, la mayoría llegamos de esa forma a este agujero.

Moreno, espalda ancha, nariz chata. Características de la mayoría de quienes vivíamos en los blocks

Su familia también venía del sur, aunque de una comunidad que estaba más hacia la cordillera. Su mamá había llegado al campamento por un dato de mi abuelito.

Mientras avanzaban los años de dictadura y la remodelación de la waria, la mayoría fue desplazada a la periferia de la periferia.

A pesar del hacinamiento, la falta de ruido amenazaba el territorio desde lo profundo de nuestras soledades. De eso se trataba esta mala broma de la colectividad presionada por la aglomeración. La comunidad era otra cosa. Por eso hablábamos gritando de escalera a escalera.