Aquella mañana, mientras sujetaba el cuaderno en el que la cocinera, una ladrona insaciable, escribía obviamente las cifras que le venían en gana, reparé por primera vez en mucho tiempo en que todo lo que en ese momento me hacía sufrir y desesperarme sólo era tan importante a causa del embrujo cruel y maléfico del dinero. Pensé que si hubiese sido más pobre me habría preocupado menos por mi marido, por mí misma y por las cintas moradas que aparecen aquí o allá.