Por lo tanto, la lectura y la escritura eran actividades inseparables. Pertenecían a un mismo esfuerzo ininterrumpido por darle sentido a las cosas, toda vez que el mundo estaba plagado de señales: uno podía abrirse camino leyendo estas señales; y al llevar un registro de las propias lecturas, uno iba formando un libro propio, marcado por la propia personalidad.