La madre del niño dengue aún era muy joven y hermosa, y como carecía de tiempo para salir a conocer gente, cuando creía que su hijo se había ido a dormir, tenía citas virtuales, encerrada en su pieza. El niño dengue, desde su propio catre, la escuchaba conversar entusiasmada y, a veces, reír.
¡Reír!
Una manifestación de alegría tan hermosa, que jamás profería estando con él. Entonces, curioso (acometiendo un enorme esfuerzo para dominar el ruido de sus zumbidos), el niño dengue sobrevolaba con sigilo desde la cocina hasta la puerta de la madre, y metía alguno de los omatidios de su ojo compuesto por la cerradura. La madre, como sospechaba, se veía feliz, luciendo un hermoso vestido de flores, riendo y contando chistes, transformándose en una mujer desconocida para el niño dengue, casi una nueva persona, ya que en la cotidianeidad que compartían siempre estaba preocupada, cansada o triste.