Vincenzo Latronico

Anna y Tom dedicaban buena parte de su energía mental a esas pasiones nacidas de repente y en cierto modo hechas realidad. Incluso les dedicaban un gasto considerable.

Conforme se adentraban en la edad adulta las noches de discoteca (demoledoras por las drogas, repletas de turistas) eran reemplazadas por largas comidas en las tardes de verano o cenas a la luz de las velas con flores de escarcha en las ventanas.

La comida era, en efecto, una dimensión de su cultura, y entre ellos discutían sobre ese aspecto del mismo modo que generaciones anteriores habían discutido sobre cine, libros, política. Contribuía a definir quiénes eran.

Anna y Tom ascendían lentamente por la pirámide de la legitimidad. Sabían más alemán que otros.

Los nuevos locales que abrían, atendidos por camareros escoceses o australianos, tenían la carta solo en inglés.

Habían dejado de leer los periódicos de su país al poco tiempo de llegar, ya que la comparación con los anglófonos les había hecho descubrir lo cutres que eran.

Los propios estadounidenses no se sorprendían al llegar a una capital lejana y encontrarse, ya dispuesta y lista para acogerlos, una comunidad de personas que discutían en su mismo idioma sobre la política de su país natal.

Lo mejor para el parque de Tempelhof era que siguiera siendo exactamente lo que era, un contenedor de futuros posibles.

En ocasiones, esa idea los atravesaba como un rayo de angustia, como si la solidez de la vida que se habían construido no dependiera más que de un accidente cronológico.

¿Qué estaban haciendo allí? No era su ciudad de origen lo que echaban tanto de menos, sino algo que allí habían dado por descontado.