Finges continuamente. De eso no me dices nada, tú, tan sincera. Pero las dos sabemos que finges. Que una parte de ti se está haciendo mayor y la otra solo lo finge. Finges que se te dan bien todas las asignaturas, pero solo se te dan bien las de letras. Finges que ya comes de todo, pero una vez a la semana negocias tus lentejas en trueque, nunca te comes la menestra y jamás coges fruta de postre. Finges que estás estudiando en tu cuarto y en realidad estás escribiendo el guion de un corto que nunca vas a rodar. Finges que eres dulce, pero no te sale. Finges que te gustan los niños. Les cobras a sus padres quince euros la hora por las clases particulares de lengua y literatura, pero esos mocosos vagos y distraídos acaban con tu paciencia. No es que sea difícil. Finges que eres ordenada y tus cajones están llenos de porquerías. Finges que eres muy segura. Finges que eres sensata. Finges que todo lo controlas. Finges que te las apañas muy bien cuando te quedas sola en casa y tu plato más elaborado son unos cereales con Cola Cao. Aprendes a fingir, como todos los adultos. Finges que te lavas los dientes todas las noches antes de acostarte, que no bebes alcohol, que no te apuntas las fórmulas de trigonometría en el antebrazo. No pasa nada. Los adultos también fingen, y tú también fingirás cuando seas adulta. Fingirás que entiendes la declaración de la renta, que te caen bien tus compañeros de trabajo, que tienes que ir a hacer pis en mitad de una fiesta. Te irás al baño simplemente a estar sola tres minutos, a descansar del mundo, a dejar de fingir, a mirar a la tipa que te devuelve la mirada en el espejo.