De las ocho ampolletas, la muchacha se bebió cinco. Qué juego de garganta: se las empinaba y las vaciaba de un solo trago. Él tomaba un poco más despacio. No creí que formaran pareja de novios o de casados; más bien parecían camaradas, amigos de juerga. Pero al mirarlos con cuidado era fácil notar la complicidad entre los dos: como si hicieran una travesura, igual a los chamacos que se van de pinta en vez de ir a clase. Se entendían a la perfección con miradas y gestos, no necesitaban hablar. La muchacha tenía maneras de dama. No podía verle la cara y, sin embargo, a pesar de la poca luz alcancé a ver sus manos: cuidadas, con uñas largas, aunque sin pintar; con movimientos de ésos que ni las gringas… Los dos seguían con el cuerpo el ritmo de la música. Se mostraban alegres, pero no a causa del alcohol, ni del lugar, ni de la gente. Por el semblante del joven me di cuenta de que su alegría era privada y ya la traían desde antes de entrar aquí. No tenían ojos más que para ellos. Como si estuvieran dentro de una vitrina, de una burbuja de cristal, alejados de todo