A la tarde siguiente salimos de San Blas, y dos días después, ya anochecido, estábamos en Cruz de Piedra. Allí se me acercó, poco después de nuestra llegada, un joven militar.
—Soy el general Rafael Buelna —me dijo, y me estrechó la mano con aire franco, aunque tímido.
Aquella presentación súbita me desconcertó; me desconcertó, sobre todo, porque con ella se vino abajo cuanto mi imaginación había construido en torno del nombre de Buelna. Éste no era, como yo había supuesto, un guerrillero del tipo de Juan Carrasco, sino un adolescente que daba la impresión de haber hurtado, por travesura, los arreos militares que ostentaba.