Antonio Meucci era un italiano que había nacido en Florencia, en el siglo xix, y que había partido rumbo a La Habana en 1835 para trabajar como responsable técnico del Teatro Tacón, el más grande y hermoso teatro de América en la época. Meucci era un científico, un inventor apasionado, y entre otras cosas comenzó a dedicarse al estudio de los fenómenos de la electricidad, o del galvanismo, que era como se le llamaba entonces, y a sus aplicaciones en diferentes campos, sobre todo en la medicina. Con este propósito había desarrollado algunas invenciones y fue justo en uno de sus experimentos de electroterapia cuando afirmaba haber logrado escuchar la voz de otra persona proveniente del aparato por él creado. En eso consiste el teléfono. ¿No? En transmitir la voz por vía eléctrica.
Pues con su criatura, que denominó “telégrafo parlante”, Meucci se fue a Nueva York, donde continuó perfeccionando el invento. Tiempo después logró registrar una especie de patente provisional que debía ser renovada cada año. Pero Meucci no tenía dinero, era un pobretón, así que los años pasaron y un buen día de 1876 apareció Alexander Graham Bell registrando la patente del teléfono. Él sí que tenía dinero. Al final, Bell pasó a los libros de historia como el gran inventor y Meucci murió pobre y olvidado, salvo en su país natal donde siempre lo reconocieron.