Tatiana Tîbuleac

A veces me parecía que, sin nuestra escucha, Zahar Antonovich se habría secado, simplemente, como un árbol sin agua. Hay en el mundo gente así, gente que, si no cuenta cosas, no puede vivir. Para ellos, para esa gente siempre hermosa y a menudo loca, la vida debe ser una historia. Porque solo ahí, entre sus costillas blandas y mágicas, hacen ellos las paces con el mal y con el dolor, con las enfermedades y las traiciones, porque ellos lo saben. Saben que una historia no deja jamás las cosas sin resolver. Una historia —incluso la más breve, incluso la más triste— pone siempre buen cuidado en hacer justicia.

Cuando tienen mucho dinero, a los enfermos psíquicos se les llama excéntricos,

«Solo piensas en la muerte cuando te mueres, Aleksy, solo cuando te mueres, y eso es una tontería, una inmensa tontería. Porque, en lugar de todos sus sueños, la muerte es lo más probable que va a sucederle a un individuo. De hecho, lo único que le va a suceder con toda certeza.

Me sentía culpable porque aquellas semanas la había engañado con una quimera.

Cuando sabes tres cosas sobre un lugar, este ya no te destierra.

Aquella mañana —con el cartel pegajoso en las manos y el recuerdo flamante de Varga— sentí por primera vez en la vida una especie de desaliento general, una enorme falta de sentido y un vacío que empezó a crecer, a hincharse y a adquirir formas tan aterradoras que supe que jamás sería capaz de llenarlo con algo o con alguien.

Fue la última vez en la que habría podido amar a mi madre, si es que me hubiera dejado.

Ojalá mi madre hubiera atado a Mika con una goma.
Ojalá hubiera muerto mi padre en su lugar.

Si la muerte tuviera en cuenta la opinión de los demás, moriría mucha más gente adecuada.

Ojalá mi madre hubiera atado a Mika con una goma.
Ojalá hubiera muerto mi padre en su lugar.
Si la muerte tuviera en cuenta la opinión de los demás, moriría mucha más gente adecuada.