Jane Austen

no había habido dos corazones tan abiertos, dos gustos tan similares, más comunidad de sentimientos, ni figuras más recíprocamente amadas. Ahora eran dos extraños. No; peor que extraños, porque jamás podrían llegar a conocerse. Era un exilio perpetuo.

La amistad es el mejor bálsamo para las heridas que produce en el alma un amor mal correspondido.

Pues sí, me gusta —replicó Elizabeth con lágrimas en los ojos—; le amo. Además no tiene ningún orgullo. Es lo más amable del mundo. Tú no le conoces. Por eso te suplico que no me hagas daño hablándome de él de esa forma.

Sus modales eran francos, desenvueltos y decididos como los de una persona que confía en sí misma y que no duda de lo que tiene que hacer, sin que eso significase ni asomo de rudeza ni ninguna falta de buen carácter.

Del pasado no tiene usted que recordar más que lo placentero

Oh! ¡Ella es la criatura más hermosa que he visto en mi vida!

Si los sentimientos antiguos se habían de renovar, el pasado debía volver a la memoria de ambos: estaban forzados a regresar a él.

Ser solicitada como algo útil, aunque sea en una forma impropia, vale más, al fin y al cabo, que ser rechazada como algo inútil.

Admito que soy más bien romántica en ese aspecto y que las riquezas por sí solas no me satisfacen.

No es que sea una defensora de la actual tendencia de adquirir un conocimiento perfecto de todas las lenguas, artes y ciencias. Es perderel tiempo.