Tenía un millón de formas de saciar mi apetito sola, casi siempre pidiendo que me fiaran en alguna tienda de la Primera Avenida. Pero ya les debía dinero a todos. La gente me compraba bebidas, drogas y hasta tabaco, pero nadie me alimentaba. Y no quería pedir. Tenía treinta y un años y era muy humillante admitir que no tenía para comer.