Bajo los términos antiguos, se abre paso, en balbuceos, una nueva manera de figurarse el alma. Se expresa en una primera noción, aunque imprecisa, de un yo unitario, sujeto puro de conciencia, que permanece en todos los actos de conocimiento. Pero entonces no se ve el alma «desde fuera», como una sustancia cuyos elementos haya que analizar, sino, por así decirlo, «desde dentro», desde el río mismo de la conciencia. Si empiezo a verme el alma desde mí mismo, empiezo a pensarme como sujeto, un sujeto puntual, dirigido al mundo como objeto.
¿Depende el alma del cuerpo? Pregunta Pomponazzi en el De immortalitate animae. Toda actividad del yo está dirigida necesariamente a un objeto. En este sentido depende de los cuerpos del mundo como términos de su operación, no podría conocer ni actuar si no los tuviera presentes. Pero no depende de ellos como sujeto. El alma es fundamentalmente una fuente de actividad; pero entonces, cuando no tiene objetos a los que tender y sobre los cuales operar, desaparece. Por eso Pomponazzi, aunque acepta la inmortalidad del alma como doctrina de fe, no cree en la posibilidad de demostrarla racionalmente. El alma no es vista como una sustancia separable, sino como un foco de actividad que depende de los objetos para ejercitarse.