Simplemente, siento una gran tristeza y vuelvo a repetirme que Beatriz está muerta, que nunca voy a conocerla, que no soy responsable de lo que ha sucedido pero que, acaso (uno nunca sabe, al menos yo), si hubiera elegido, si hubiera comprendido que se trataba de elegir –a pesar de que todo estaba escrito de antemano y que yo era el ojo destinado para que la mirara siempre a fin de que jamás muriera, que yo era el oído y el tacto que inventaran continuamente su voz y la suavidad de su piel, que yo era el insomnio que alargara indefinidamente su soñarla, el gusto por la paciente espera, el acecho– ella, Beatriz, la que no da lo mismo que se haya muerto porque es la única Beatriz y no las otras, estaría ahora sonriendo como nunca la vi, caminando y bailando como nunca caminó o bailó a mi lado, vestida con un traje que pudo haberme gustado.