Ramón Pagano disfruta de una condición que lo enorgullece: es el único habitante del país que sabe qué día y a qué hora morirá. Primer sentenciado a muerte en más de cien años, comparte a veces jubiloso y en otras melancólico, sus últimos cincuenta días.
Una complicada agenda lo devora: recibe visitas de su madre y de su novia sin entender por qué las mortifica tanto su condena; departe con el juez que lo sentenció, quien al tiempo que se disculpa pugna por los derechos de transmisión de la ejecución; escribe discursos para el presidente de la República y asesora a su gabinete, y discurre sobre la existencia de Dios con el confesor que le asignan y con el secretario de Comunicaciones, quien le encomienda disipar tal duda desde el más allá. Mientras tanto, Ramón Pagano va desmoronando la historia que lo llevó a prisión, desde sus primeras fechorías hasta su incorporación a un poderoso cártel, del que llegó a ser operador financiero gracias a su descomunal memoria y a su insólita habilidad para lavar dinero.