Sí, en efecto, Sergio Pitol ha vuelto a recorrer algunos de sus territorios que suponíamos había perdido. En esta aparición nos confía algunos trozos de sus diarios de viaje. Concretamente uno que va de Praga al Cáucaso, a Tiflis, la capital de Georgia, pasando por Moscú y por la ciudad que entonces se llamaba Leningrado, en un aparente despertar de primavera. Parece que la intención del autor consiste en describir con un lenguaje preciso, ático clásico, sus peripecias de viajero, hasta que, de pronto, se introduce en esa prosa gélida por fisuras invisibles, como por mero azar, una nota excéntrica, al inicio ligeramente, para después, casi de inmediato, fortalecerse sin saberse cómo, y transformar todo en un galope delirante, ebrio, enloquecido de escenas grotescas, de calamidades regocijantes, de un anárquico delirio que puede desconcertar a quienes desconocen el teatrum pitolorum, pero aún así regocijarlos ampliamente. Los diarios están arropados de una substancia generada en la propia escritura. En ellos aparece, por todas partes, el sacro bosque literario ruso. Clásicos, románticos y simbolistas y vanguardistas aparecen en un magno desfile carente de cronología: Dostoievski, Tolstói, Pushkin, Pasternak, Bely, Pilniak, Shklovski, Lérmontov, Tsvietáieva y Ajmátova, Bulgákov, Nabokov, Bajtin y compulsivamente Gógol, y aún más el inmejorable Chéjov, el predilecto; el abigarrado altar que guarda las figuras que Pitol reverencia, pero también los recuerdos de otras varias estancias en aquel mundo, como agregado cultural, como turista, como estudioso y últimamente como invitado de los descendientes de Tolstói, y todavía más, de sus sueños demenciales, de la pasión por sus amigos, de sus perplejidades ante el laberinto del alma rusa (esa matrioshka sin fondo donde todo aparece y desaparece a la vez), de sus obsesiones escatológicas que le permitieron hacer en ese viaje el primer trazo de la que tal vez sea su mejor novela: Domar a la divina garza. El viaje es uno de los ejemplos más radicales del desvanecimiento de una realidad en la literatura y también el más perfecto, elegante y divertido modelo de una magistral construcción narrativa.«Lo que gobierna a El viaje es la voluntad de estilo: a Pitol no le interesa precisamente contar un paseo o reflexionar sobre unas lecturas o narrar algunas historias extravagantes, sino ensayar una prosa que le permita hacerlo todo al mismo tiempo. Lo que queda es una escritura larga y destilada, de respiración generosa, que recuerda a las páginas memorables del “Nocturno de Bujara”, de Vals de Mefisto, uno de los mejores cuentos escritos por un mexicano durante el siglo pasado. Sergio Pitol no sólo es nuestro mejor narrador activo, también es el renovador más esforzado de nuestras letras. Toda una lección vital: el autor más joven y valiente de una literatura tiene casi setenta años» (Álvaro Enrigue, Letras Libres).