El siglo XIX mexicano, visto de prisa y sin mucha atención, parece una comedia de equivocaciones, donde nada es lo que debería ser. Es un tiempo extraño y confuso donde las leyes se veneran más cuanto menos se cumplen, donde los demócratas arreglan elecciones, los militares hacen carrera por la indisciplina, los empresarios alimentan con gusto la inseguridad, y los patriotas buscan el camino de Veracruz para irse del país. La trama de ese enredo, sin embargo, tiene un orden. Y es ingenuo desestimarlo sólo porque no parece decente. Es un orden que, como otro cualquiera, depende de una serie de vínculos morales. Pero ocurre que no nos gusta, como no les gustaba a nuestros abuelos; y desde el siglo pasado vivimos acosados por el fantasma de la inmoralidad. A la moral bárbara de nuestra historia le hemos opuesto, por sistema y acaso por necesidad, una civilizada moraleja progresista. Sería penoso, a estas alturas, cambiar de valores; pero es posible, sin embargo, entender las razones y razonar las virtudes de nuestra inmoralidad.