¿Por qué hay que leer a Antonio Muñoz Molina? ¿Acaso porque es un gran novelista que forma parte del canon de la literatura española? No sería una mala excusa, pero hay razones mejor fundadas, como desvela el nuevo ensayo de Justo Serna. Las novelas de Muñoz Molina son de largo aliento, aspiran a la totalidad, a representar el mundo presente o pasado con sus personajes, sus episodios y sus objetos menudos. Son ficciones que recrean lo que hemos vivido pero no para reproducir lo ya sabido, sino para ponernos en riesgo, para hacernos sentir potencialmente lo que podríamos haber vivido.
Sus novelas se inspiran en la mejor tradición española y mundial, desde Galdós hasta Verne, desde William Faulkner hasta Philip Roth, desde Baroja hasta Barea. No hay barreras: un muchacho que empieza a publicar a comienzos de los ochenta ha de reconstruir un hilo roto, un repertorio de influencias, una base cultural que la Guerra Civil y el Franquismo fracturaron. Pero escribir novelas no es reparar un pasado mal resuelto; tampoco es ganar una batalla presente virtualmente. Escribir una historia ficticia es obligarte a pensar lo que pudo ocurrir, lo que bien pudo suceder, lo que moralmente aprendemos de esa circunstancia. El mundo del novelista se centra en Mágina, pero sus derroteros le llevan a Nueva York y también a una Europa que nos desmiente y nos mejora o nos empeora. España no es un lastre, es una posibilidad. Sus novelas no nos aleccionan, no nos adiestran. No hay nacionalismo que profesar. En sus obras, el mundo conquistado está siempre a punto de derribarse y el amor, la lealtad, la humildad, el trabajo, la decencia y la obstinación nos salvan.
Serna lleva años viviendo en el mundo de las ficciones de Muñoz Molina. Su libro nos devuelve esa tensión moral entre pasado y presente, entre lo ficticio y lo real, en un ensayo de prosa envolvente.