Tuve, sí, tuve aún el deseo de refugiarme en mi propia fragilidad y en el argumento astuto, no obstante verdadero, de que mis hombros eran los de una mujer, flacos y finos. Siempre que lo había necesitado, me había excusado con el argumento de ser mujer. Pero yo bien sabía que no es solo la mujer quien teme ver, cualquiera teme ver lo que es Dios.