Primero había que abrochar innumerables ganchillos y corchetes por detrás, desde la cintura hasta el cuello; ceñir el corsé con toda la fuerza de la ayuda de cámara; rizar, tensar, cepillar, alisar y recoger el largo cabello a manos de una peluquera convocada a diario, con una legión de horquillas, pasadores y peinetas, bajo el auxilio de tenacillas y ruleros (les recuerdo a los jóvenes que hace unos treinta años, salvo algunas decenas de estudiantes rusas, todas las mujeres de Europa podían desplegar su cabellera hasta las caderas); y entonces a la mujer se la moldeaba y envolvía con enaguas, camisolas, chaquetas y chaquetillas, como capas de cebolla, hasta que el último resto de su forma femenina y personal desaparecía por completo