Y llegar a Manila había sido un rosario de penurias: su hermano había muerto en las costas africanas; por conato de deserción, había tenido que deshacerse de uno de sus oficiales condenándolo al destierro en un rincón perdido de la mano de Dios al que los españoles llamaban Puerto de la Hambre, y al toparse con el Pacífico ya había perdido la mitad de los hombres y las naves.