Cada seis meses

No es cansado ser tu amiga, Álex. —Levantó un poco la cabeza. Me miró—. Es todo lo que yo sé ser.

Todas las versiones de Mía encajaban conmigo, y estarían conmigo, y eso pasaría se estrellasen o no se estrellasen las cosas, en el espacio del mundo que tocase.

Hay veces que coinciden en el mundo dos personas poco importantes que viven algo extraordinario que nadie ve, pero viven, como los peces que acaban en la orilla y al final solos consiguen volver al mar. Qué odisea tan silenciosa, si se piensa bien, para el universo.

—No te olvida —dije—. No te puede recordar. Son cosas diferentes.

«Son cosas que duelen igual», pensé, luego.

Si eso era mi imaginación, entonces el universo entero lo era, y entonces nada lo era por serlo todo.

Nada tan fuerte dura, ni siquiera el miedo; sobre todo el miedo. El miedo no es sostenible cuando se conoce.

El nombre es el espejo de la identidad. El nombre nos plantea la identidad del resto. Yo era Haneul. Era Haneul, Hana y La Culo, todo junto, y eso me definía, ese era mi espejo, era el espejo correcto y me reflejaba a mí.

Me gusta pensar en el mundo como una enorme fila de fichas de dominó. Tiene más sentido así: si se cayese un edificio, entonces caería sobre otro, y ese otro sobre otro, y hemos construido tantos edificios que, técnicamente, podrían no dejar de caer. El día que caigan las ciudades, caerán todas juntas.

Mía Lanza se sentó a mi lado en un autobús una mañana cualquiera y ocho años después, a saber cómo, me despertaba los lunes y los viernes lanzándome calcetines.

No me gusta tu cuarto.

—¿Ni siquiera la lámpara?

—No, bueno —dije—, la lámpara está bien. Pero solo eso.