Apenas se lee una línea de un poeta verdadero, el lector siente una velocidad y penetración imaginativa que no se puede explicar, pero que le impacta sobremanera. El lenguaje deja de tener la gravedad inmediata de la circunstancia cotidiana para instalarse ante nuestros ojos en el justo sitio imponderable de la revelación. Es una revelación, con todo el resplandor y sentido que posee la aparición de la verdad y la belleza a través de los intersticios usuales de la comunicación. No importa que no entendamos, porque como afirmaba aquel vienés conocedor de almas que se llamó Alfredo Adler, «el hombre sabe más que lo que comprende».