Me pareció kitsch. ¿Era kitsch la mujer que bajaba la escalera a mi encuentro? No lo sé. La confusión de violencia y seducción, resistencia y entrega me turbaba. No es un terreno en el que me haya encontrado jamás con las mujeres. Y no se ajustaba a la forma en que había vivido yo entonces la relación con Irene Gundlach. ¿O es que lo había entendido todo mal?
No me apetecía seguir pensando en aquello. Afortunadamente llevaba conmigo el libro y la botella de vino tinto. Yo no leo novelas, sino libros de historia. Lo que ha sucedido en realidad es distinto a lo que la gente cree. Si aprendemos algo de la historia, aprendemos de la realidad y no de una quimera, a veces genial pero casi siempre estúpida. Y quien piensa que las novelas tienen más colorido que la historia no pone a trabajar la fantasía y no se imagina a César que ama a Bruto como a un hijo y es apuñalado por él; a los aztecas que se infectaron con las enfermedades de los blancos y quedaron diezmados incluso antes de entrar en combate con ellos, o a las mujeres y los niños que iban siguiendo al ejército napoleónico y, al atravesar el Beresina, fueron pisoteados en la nieve o arrojados a sus heladas aguas. Tragedias y comedias, buena suerte y mala suerte, amor y odio, alegría y tristeza... La historia lo ofrece todo. Las novelas no pueden ofrecer más.