Al parecer no tenían hijos porque jamás encontró a ninguno en el ascensor o en el jardín, conocidos allí, tampoco tenía.
–¿Si? –de pie en el umbral con la puerta apenas entreabierta, Mateo observaba a su supuesto visitante con una mezcla de curiosidad y desconfianza.
–¿Estabas almorzando? –preguntó el otro niño escarbando su nariz.
–¡No! –Mateo tenía la boca llena y sabía que era de pésima educación hablar en esas circunstancias, así que con disimulo tragó y guardó el resto de papas fritas en el bolsillo de su polerón. Tenía nueve años recién cumplidos y era alto para su eda