En el momento de enviar esa carta no sabía cuál era mi estado de ánimo. Era incapaz de precisar qué parte de mi carta nacía de un sentimiento de cordial sinceridad y qué parte de ironía. Melvin Mapple me inspiraba respeto y simpatía, pero con él se planteaba el mismo problema que con el 100 % de los seres, humanos o no: la frontera. Conoces a alguien, en persona o por carta. La primera etapa consiste en constatar la existencia del otro: puede ocurrir que se transforme en un momento de asombro. En esta fase somos como Robinson y Viernes en la playa de la isla, nos contemplamos el uno al otro, estupefactos, asombrados de que exista en este universo otro tan distinto y tan cercano al mismo tiempo. Existes en mayor medida por cuanto el otro constata y experimenta un estallido de entusiasmo hacia ese providencial individuo que le da réplica. A ese otro le atribuyes un nombre fabuloso: amigo, amor, camarada, anfitrión, colega, depende. Se trata de un idilio. La alternancia entre la identidad y la alteridad («¡Es igual que yo!», «¡Es lo opuesto a mí!») te sumerge en el estupor, en un arrobamiento infantil. Te sientes tan embriagado que no ves llegar el peligro.
Pero, de repente, el otro está ahí, ante tu puerta. La borrachera se te pasa de golpe, no sabes cómo decirle que no ha sido invitado. No es que hayas dejado de quererle, es que deseas que sea otro, es decir alguien que no sea tú. Sin embargo, el otro se acerca como si quisiera asimilarte o asimilarse a ti.
Sabes que tendrás que poner los puntos sobre las íes. Hay diversas maneras de proceder, explícitas o implícitas. En cualquier caso, siempre es un momento espinoso. Más de dos tercios de las relaciones no lo consiguen. Aparecen entonces la enemistad, el malentendido, el silencio, a veces incluso el odio. La mala fe preside esos fracasos con la excusa de que si la amistad hubiera sido sincera, el problema no se habría planteado. No es cierto. Que surja esta crisis resulta inevitable. Aunque de verdad adores al otro, no estás preparado para tenerlo en casa.