Era una noche desapacible y, antes de que mi retina pudiese registrar cualquier cosa, me sentí invadido por una felicidad absoluta; mis orificios nasales recibían el azote de algo que para mí ha sido siempre sinónimo de este sentimiento, el olor de algas heladas. Para algunos, es el olor de la hierba o del heno recién cortado; para otros, el aroma navideño de las agujas de las coníferas y las mandarinas. Para mí, son las algas heladas, en parte por aspectos onomatopéyicos que se conjugan en esta palabra (en ruso, alga es la maravillosa vodorosli), en parte también por una pequeña incongruencia y un drama subacuático que se oculta en esta noción.