Pero recordaba, aún ahora y con mayor fuerza, la sensación de estafa iniciada al final de la infancia, atenuada en la adolescencia gracias a deseos y esperanzas. Nunca había pedido nacer, nunca había deseado que la unión, tal vez momentánea, fugaz, rutinaria, de una pareja en la cama (madre, padre, después y para siempre) la trajeran al mundo. Y sobre todo, no había sido consultada respecto a la vida que fue obligada a conocer y aceptar. Una sola pregunta anterior y habría rechazado, con horror equivalente, los intestinos y la muerte, la necesidad de la palabra para comunicarse e intentar la comprensión ajena.