En realidad, de lo que no podía hacerme responsable era de la compulsión de la gente a contar chismes, que terminaba difuminando las fronteras entre verdad y mentira y provocaba que para que algo se asumiera como real ya no hicieran falta pruebas, testigos, razones, fundamentos, ni siquiera un miserable indicio, bastaba el placer morboso que el chisme causaba al expandirse, su capacidad seductora; entre más placentero era el chisme, más verdadero se volvía