—¿De qué tiene miedo? ¿Por qué ha soltado mi mano? —dijo ella mientras me la ofrecía de nuevo—. ¿Qué le vamos a hacer? Lo recibiremos juntos. Quiero que él vea cómo nos queremos.
—¡Cómo nos queremos! —grité yo.
«¡Ay, Nástenka, Nástenka —pensé—, cuánto has dicho en esa palabra! Por un amor así, Nástenka, en otro momento el corazón se hiela y sientes un peso en el alma. Tu mano está fría; la mía, caliente como el fuego. ¡Qué ciega estás, Nástenka!… ¡Ah,