Todo estaba dicho. José Eustasio se instaló esa misma mañana, y en unos días aprendió a manejar todos los electrodomésticos, la cocina, la caldera... Quince días más tarde la familia se fue y lo dejaron solo. Al principio se alegró, se sintió libre, creía haber encontrado al fin un lugar donde vivir tranquilo. Pero a los pocos días la soledad avivó la nostalgia y empezó a echar de menos el aliento cálido de la selva, la lluvia limpia, lenta y constante, y el olor a madera fermentada. Un atardecer José Eustasio recordó su primer nombre: Jempe, «colibrí», al que respondía antes de que los hermanos lo bautizaran, el nombre que le regaló su madre para que fuera ágil, robusto y veloz, y gracias al cual creció sano y feliz en la jungla entre los otros shuar. Otra noche rememoró el viaje que hizo con su padre hasta la catarata, a la edad de doce años, en busca de su segunda alma.