Es probable que los sentimientos de desagrado que me inspiran en la actualidad aquellos que intentan imponer su definición de qué es una pareja, qué es una familia, la legitimidad social y jurídica que se reconoce a unos y se niega a los demás, etc., y que invocan modelos que sólo existieron en su imaginación conservadora y autoritaria, le deben mucho de su intensidad a ese pasado en el que las formas alternativas estaban destinadas a ser vividas en la conciencia de cada uno como desviadas y anormales y, en consecuencia, como inferiores y vergonzosas. Lo que sin duda explica por qué desconfío tanto de los llamados a la anormalidad que nos lanzan los defensores —igualmente normativos, en el fondo— de una no normatividad erigida en “subversión” prescrita, ya que, a lo largo de toda mi vida, pude constatar que normalidad y anormalidad eran realidades tanto relativas como relacionales, móviles, contextuales, imbricadas una en la otra, siempre parciales… Y también hasta qué punto la ilegitimidad social puede producir estragos psíquicos en quienes la viven con inquietud o dolor, y así provocar una aspiración profunda a entrar en el espacio de lo legítimo y “normal” (la fuerza de las instituciones influye ampliamente en esta deseabilidad).