muertos. Doña Mercedes le abrazó llorando. Estaba extraordinariamente obesa, con la indiánica tez aclarada por una blancura jugosa y monacal. Parecía la superiora de un noble convento de canonesas. A su lado, el monseñor, con sotana de seda y gesto compungido, movía los labios por la salvación de la difunta. «¡Hijo mío! Todos tenemos nuestras penas.» Y la pobre señora, al hablar así, miró á otra enlutada elegante que se mantenía en el cementerio á cierta distancia de ella, y parecía anonadada por una ceremonia que la había obligado á salir del lecho antes de mediodía.