TARDÉ MUCHO EN ENCONTRAR LA CASA
donde la había dejado, tardé
casi siete años —siendo el siete un número
de particular estridencia, tardé igual siete
que cinco o tres, sin ningún sobresalto—
en encontrar
la que era la casa donde éramos
cuatro. Tardé muchas cuadras en decidir que la cuadra
donde la casa está empotrada es esa misma
que yo dejé cuando me estuve yendo. Tanto rato
me estuve yendo que casi apenas no me iba aún
que ya estaba volviendo, porque irse es algo que no
ocurre de golpe, ni a los golpes, sino
más bien, por el contrario, suavemente,
algo que se trenza sobre las cosas y las asila
en la nada, algo
que se vuelve tan
todo está bien, todo está estúpidamente bien
inclusive la casa sin mí, porque no es
que la casa se haya quedado ahí
todo este tiempo
esperándome, ni siquiera es
que la casa me haya sobrevivido en esa esquina o que yo
la haya dejado en paz o, aun, que la casa haya seguido
[existiendo
sin mi testimonio. La casa, que entonces era grande y ahora
es chica, o yo soy gigante, o que las cosas se modifican
sin nuestro permiso, o que las cosas se modifican
simplemente, sin permiso de nadie,
la casa está ahí y no es que yo la haya dejado ahí
para mí o para nadie
sino que la casa, apenasmente, estuvo ahí
todos estos siete años
que no es un número cualquiera
todos estos siete años la casa empequeñeciéndose
todos estos siete años
que lo mismo podrían haber sido tres o cinco,
aunque no parece, parece más bien
que yo la puse y la saqué de lugar
y que los que le estuvieron adentro
estuvieron en otra casa.
Los inquilinos no conocen mi casa,
porque con toda seguridad puedo decir:
Esa gente nunca estuvo en mi casa.
Porque, con toda seguridad, nadie podría decir:
Esa gente te visitó la casa.