No he entendido nunca el mutismo con el que Jacques, cada vez más a menudo, decidía interrumpir las explicaciones, no he sabido nunca lo que, en un momento determinado, motivaba esa actitud. Se volvía hacia un lado, yo le preguntaba si estaba enfadado, él decía que no y punto final, ya no obtenía respuesta, podía intentarlo otra vez al día siguiente y también al siguiente, apoyarme en su brazo, clamar su nombre como si le hubiese visto partir lejos, o tratar de convencerle, hablando, por el contrario, suavemente, de que la crisis había pasado, o pedirle que al menos repitiese la palabra, el reproche que yo le había hecho y que le había herido, él se retraía, me aseguraba que había que dejar actuar al tiempo, que aquello pasaría y, en efecto, dos, tres, cuatro días más tarde, sin que yo comprendiese un poco mejor lo que le impulsaba, me hablaba de un tema corriente y esta vez el tono, el flujo de su voz eran desenvueltos. Cuanto más me atraía la figura misteriosa que ocupaba mis fantasías, tanto más la persona real me privaba de todos mis recursos. Durante estos periodos de silencio, el rostro de Jacques era el de un transeúnte que sigue su camino en la calle, impasible, enfrascado en sus pensamientos y que, si tropieza por descuido con otro viandante, se disculpa educadamente, mirando a otra parte. El colmo era que la indiferencia de Jacques hacia mí, que yo buscaba en mis fantasmas, suscitaba el pánico cuando la manifestaba de verdad. No era capaz entonces de prever y de esperar el momento en que de nuevo me dirigiese la palabra; o, mejor dicho, estaba inmersa por toda la eternidad en aquella espera.