¿Cuántas veces nos preguntamos mientras disfrutamos de una botella de vino, lo que habrá tenido que ocurrir, desde que se plantó la viña, se cortó el racimo y se obtuvo el caldo, hasta el momento en el que lo degustamos?
¿Cómo puede ser que el mosto natural de una fruta, sin añadir ningún tipo de producto que altere su contenido o evolución, pueda llegar a crear más de 15 grados de alcohol, gas carbónico y un sinfín de variedades aromáticas, cromáticas y gustativas?
Además, ¿cómo pueden ser tan distintos, en aromas o sabores, dos vinos de la misma bodega y zona? Esta diferencia la pueden determinar la edad de la viña, la pluviometría de cada año, la orientación y el suelo de cada pago, la variedad o tipo de uva y, en muchos casos, la diferencia de dos o tres días en la vendimia.
Y también, dependiendo del trato que se le dé a la viña, éste influye en la cantidad de polifenoles (esas pequeñas sustancias químicas que poseen todas las frutas y a los que tantos beneficios para la salud se les atribuyen).
Cientos de variedades, de formas distintas de elaboración, de regiones del mundo o, simplemente, unos pocos grados en la orientación de un viñedo, pueden hacer que dos vinos aparentemente “iguales”, de iguales solo tengan que ambos son vino.
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