—El amor es una babosada, Simón.
—Estoy de acuerdo. Así, a secas, lo es. Pero deja de serlo cuando te toca. Cuando no es una palabra suelta, sino un algo que te aplasta con sus cientos de toneladas de acero y te apalea con sus miles de millones de voltios de descarga eléctrica.
—Qué raro que hables así. ¿No habías tronado con Judith?
—Sí.
—Entonces qué inventas. El amor es una babosada.
Y todo esto mientras que Majo conducía a toda velocidad de la escuela en Polanco en la que daba clases hasta su casa en Lindavista, llorando todo el camino porque la verdad no había dejado de llorar desde el martes, cuando vio a Simón como quien ve a un fantasma y porque el día siguiente se había enterado de que sí cobró el premio y eso era lo mejor pero también lo peor y ahora la suerte le salía con esa idiotez, que la pinche casa se quemaba y seguro que se va a correr a todo el edificio y será mi culpa ya sabía que había que arreglar esa maldita instalación eléctr
Frenó frente a la puerta del edificio. No se veía humo por ningún lado. Raro.
No metió el coche al garage. Se bajó y entró al edificio y subió a toda prisa las escaleras. Tampoco olía a humo ni había trajín de vecinos. Raro.
Insertó la llave. Una. Dos. Sólo la chapa de abajo tenía seguro. Raro.
Giró la llave. Y ahí estaba, atorando un engrane del tiempo, mirándola desde su propio sillón.
—Pero… —dijo ella, confundida pero, a la vez, sintiendo que el torrente de adrenalina que inundaba sus venas era la confirmación de que la vida a veces es, por sí sola, la mejor de las recompensas.