En el antiguo Japón no había una palabra para decir arte. Allí, el proceso de preparar y tomarse una taza de té evolucionó a lo que los occidentales llamaríamos forma de arte. Esa actuación ritual de una actividad más bien mundana encarnaba una versión realzada de una postura omnipresente: que los objetos y actividades funcionales, hechos y realizados con integridad, con conciencia y atención, podían ser arte.